Al menos desde la década de 1970, vivimos bajo la sombra de una crisis integral y estructural de la organización y modo de vida capitalista. Nos hayamos en un momento histórico en el que conviven: una crisis económica y financiera mundial, una crisis climática, una crisis alimentaria, una crisis ecológica planetaria, una crisis energética, una crisis sanitaria, una crisis política y de civilización generalizada. Una crisis que se ha convertido en un arma permanente del poder capitalista. El discurso de la crisis, con el miedo y el desorden como catalizadores, se ha convertido en un método político de gestión y control de la población. Es una técnica política de gobierno. Mantiene una inseguridad existencial crónica, un estado de shock permanente en la población que permite hacer de todas y cada una de las personas cualquier cosa que se desee.
El discurso de la crisis, con el miedo y el desorden como catalizadores, se ha convertido en un método político de gestión y control de la población. Es una técnica política de gobierno.
El influyente economista Milton Friedman, principal cabeza del movimiento a favor del libre mercado capitalista, decía a sus alumnos de la universidad de Chicago: «Si quieres imponer un cambio desata una crisis» 1. Y una vez desatada la crisis, decía que es imprescindible actuar con rapidez para que los cambios provoquen una serie de reacciones psicológicas en la gente que «facilitaran el proceso de ajuste» para aplicar las reformas económicas y sociales. Entre sus discípulos hay varios presidentes estadounidenses, primeros ministros británicos, dictadores del Tercer Mundo, oligarcas rusos, ministros de finanzas, directores del Fondo Monetario Internacional o jefes de la Reserva Federal, entre otros.
Veamos algunos ejemplos del uso de la crisis como arma para sojuzgar a la población: La oleada patriótica de la guerra de las Malvinas en 1982, permitió a Margaret Thatcher aplastar la huelga de los mineros y lanzar la primera gran privatización occidental. La masacre de la plaza Tiananmen en 1989 en China, permitió proveer de mano de obra barata y sin derechos laborales a la deslocalización de multinacionales. El desmantelamiento del bloque soviético en la década de 1990 que dio lugar a los oligarcas rusos, proporcionó mano de obra barata a la economía global y posibilitó la primera oleada de reducción de los salarios europeos. Los atentados del 11 de septiembre de 2001, permitieron al gobierno de Busch lanzar la guerra contra el terror y desarrollar un complejo industrial-militar orientado a los beneficios, subcontratando empresas privadas subvencionadas con dinero público. En menos de dos años la «industria de la seguridad interior», que era económicamente insignificante, se convirtió en un sector que facturaba más de 200.000 millones de dólares; sin contar a la industria de armas cuyos beneficios se dispararon por la guerra en Irak: sólo Halliburton obtuvo ingresos de más de 20.000 millones de dólares. Privatización de los ejércitos, tráfico de armas, industria de reconstrucción humanitaria y la seguridad interior, constituyen un complejo empresarial estadounidense pero de naturaleza global, en el que participan empresas británicas, canadienses, israelíes, etc.
Con la globalización capitalista es el Mercado quien realmente gobierna, en una alianza de multinacionales con una clase política enriquecida y orientada a transferir la riqueza pública a la propiedad privada. Las multinacionales utilizan las crisis para afianzar más su poder y control. Junto con los grandes beneficios de la industria de los seguros, las catástrofes a causa del cambio climático, abren la puerta a sustanciosas oportunidades de negocio para el complejo empresarial del capitalismo del desastre. Por lo que existe una enorme relación entre los grandes beneficios de las empresas y las catástrofes de las crisis. Dos ejemplos recientes: En la Covid19 obtienen grandes beneficios la industria farmacéutica con las vacunas financiadas por los gobiernos y la agroindustria con el aumento de los precios de los alimentos, mientras aumenta el hambre y la inseguridad alimentaria grave para casi mil millones de personas. La guerra de Ucrania se aprovecha para la subida mundial de los precios del petróleo y gas, donde la industria fósil consigue enormes beneficios, provoca la subida del precio de los alimentos y el riesgo de una crisis alimentaria.
Hemos llegado a un punto en el que la crisis presente es indefinida, convertida en un estado de excepción permanente. Una crisis que ya no promete nada y libera al que gobierna de toda restricción sobre los medios que desee desplegar. Se trata de prevenir mediante la crisis permanente toda crisis efectiva. Es decir, suscitar voluntariamente el caos social para hacer que el orden sea más deseable que la revolución.
Quienes detentan el poder en el capitalismo hace mucho tiempo que utilizan el horizonte (amenaza) de la catástrofe, para justificar los medios capaces de conjurarla. Su objetivo no es operar sobre el futuro, sino imponer en el presente la pasividad y la sumisión de la población al poder. Es una forma de ofrecer una salida para nuestro desastre cotidiano.
Crisis de civilización, existencial y afectiva
Estamos inmersos no sólo en una crisis climática global, sino en una crisis de civilización, tanto en sus formas occidentales como orientales. No hay choque de culturas, sino una disolución acelerada de todas ellas. Bajo la globalización, la gente ha perdido el rumbo y no dispone de lineas de conducta claras para orientarse. La catástrofe derivada de la crisis permanente en la que vivimos es en primer lugar existencial, afectiva. Podemos seguir mirando hacia otro lado mientras se sigue contaminando el aire, la tierra y el agua a nuestros hijos y nietos, y acelerar nuestra propia desaparición, pero eso no tendrá ningún efecto en la continuación del microcosmos. Porque a pesar de nuestra soberbia, la vida en el planeta no nos necesita. No es el mundo el que está perdido, somos los seres humanos los que hemos perdido y perdemos continuamente el mundo. Somos los seres humanos los que rechazamos el contacto vital con lo real.
El proyecto de vida occidental pretendió “poner lo humano en el centro”. Ahora sabemos a dónde nos ha llevado y hasta qué punto el planeta que habitamos está cansado de la humanidad. Deberíamos empezar a fijarnos en las luchas de los pueblos indígenas de América del Sur y América Central de las últimas décadas, cuya concepción de la Pachamama podría llevarse como consigna alternativa: “Poner la Tierra en el centro”, en lugar del “ser humano”.
El desastre objetivo que implica la devastación del medio ambiente, en cierto modo, está ocultando el desastre subjetivo que representa nuestra aterradora ruina interior. El lado enfermo y doliente de nuestra personalidad, alimentado por el trabajo alienante, encierra nuestra negativa a transformar nuestra vida y modificar nuestros propios valores. Valores como la avaricia, el egoísmo, el consumismo o el aislamiento individualista que impide crear comunidad, propios del sistema capitalista en el que vivimos, alimentan nuestra apatía y atomización. El miedo a perder el puesto de trabajo intensifica la alienación.
Como dice Miquel Amorós, «somos individuos privados permanentemente de todo poder de decisión en la producción de nuestras condiciones de existencia». Quienes organizan y administran nuestras vidas nos enseñan a desear sólo lo que se nos ofrece, pero estamos privados del derecho a organizar nuestra vida como queramos. Jamás nuestra existencia estuvo tan condicionada, ni tuvo tantas cadenas. Ya que no tenemos libertad para decidir, nos dicen que somos libres para comprar una cosa u otra, libres para votar a éste o a aquella. Nos toman a la vez por turistas y electores, pero ante todo, por consumidores. En efecto, nos relacionamos con lo que nos rodea mediante el consumo: Consumimos objetos, aire, paisajes y política. Así adquirimos el estatus de ciudadano, que es el consumidor por antonomasia. Éste confía en el sistema establecido, del que forma parte a través de sus representantes, aunque discrepe de algún aspecto. Lejos de dudar de su legitimidad y de oponérsele frontalmente, el ciudadano descarta actuar fuera del sistema. Respeta todos sus valores institucionales, confía en el saber de los expertos y en la ley.
El capitalismo es un modelo de sociedad que vive en presente perpetuo. En una sociedad sin conciencia del tiempo y sin memoria, el pasado no existe, y no resurge sino como objeto arqueológico o como efemérides espectacular. La sociedad actual se basa en el cambio constante, con vínculos debilitados e identidades lábiles, en las que la memoria desempeña un papel secundario frente a la novedad. Los jóvenes aprenden siguiendo pautas universales consumistas transmitidas por los medios de comunicación de masas, no de sus progenitores. Ignoran mayoritariamente que la historia es la memoria de la experiencia. Pero una generación que vive sin conocer el pasado comete los mismos errores que las anteriores generaciones. Al carecer de experiencia y conocimientos históricos, sucumbe ante las burdas maniobras de siempre y está vencida de antemano. Aunque el presente no es el pasado, debemos conocer los hechos que hablan por si mismos y recuperar la memoria.
La libertad que la sociedad capitalista nos puede ofrecer, no reposa en la asociación entre individuos autónomos, sino en su completa separación, ya que un individuo no ve en otro un apoyo para su libertad, sino un competidor que la obstaculiza. Esta separación se ve consumada con las tecnologías de la información y comunicación; para relacionarse los individuos se comunican de forma virtual y crean una dependencia de los medios técnicos. Con esta separación total de los individuos entre si, han creado también la ilusión de una falsa autonomía. La dependencia hace que los individuos sean controlables y con el funcionamiento en red imponen las condiciones en las que se desarrolla la actividad social, que debe adaptarse a los cambios técnicos de forma permanente. En estas condiciones la autonomía individual y, por tanto, la libertad no es posible.
La insurrección queda todavía lejos; las escaramuzas anticapitalistas son demasiado débiles y minoritarias, sus apoyos son escasos por el amplio rechazo de la población mayoritariamente conformista y temerosa, que arrastra el peso muerto del reformismo ciudadanista. Sin embargo, el que las minorías críticas no consigan hacerse oír por el momento, no impide que el grado de insatisfacción progrese, que la protesta lúcida pueda reaparecer y extenderse si una idea de vivir de otra manera logra prender en una masa de población numerosa donde estén bien representados los excluidos.
Pero la lucha por la autonomía no lo es si nos limitamos únicamente a no estar equipados con los medios técnicos que el capitalismo nos impone como, por ejemplo, no disponer de teléfono móvil y correo electrónico. La supervivencia bajo el capitalismo es mucho más e impone sus reglas.
Una forma de vida alternativa autogestionaria
La autonomía personal tampoco puede limitarse a la autosuficiencia, mediante el aislamiento y la marginación. Es nuestra capacidad de defensa la que define nuestra autonomía del poder dominante. Sólo disponemos de una manera de protegernos de las agresiones del capitalismo: abordar una forma de vida alternativa autogestionaria como espacio de libertad, que expresa nuestra voluntad independiente de decidir cómo vivir y luchar contra el poder establecido, haciendo de la vida de cada día lucha. Esta comprende muchas vías, todas legítimas, como negarse a trabajar y a consumir, el sabotaje, el trueque, no usar el vehículo privado, no vivir en ciudades, etc. Vida alternativa y lucha mediante la acción colectiva en ámbitos como la alimentación, vivienda, educación, salud, etc., en los que se generan servicios comunes que van tejiendo su autonomía con valores comunitarios, solidaridad y ayuda mutua, donde se colectivizan las diversas relaciones vitales.
Esto implica espíritu común, voluntad de convivencia, propósitos y objetivos comunes, que son los que definen la acción colectiva y el comportamiento común. Porque sin una práctica la autogestión es sólo humo idealizado. Práctica en comunas revolucionarias, no como burbujas aisladas, sino en íntima relación con la lucha social revolucionaria de las ciudades. Así, además de compartir un espacio físico o geográfico, se genera una determinada armonía revolucionaria; armonía que no está exenta de conflictos porque no toda conflictividad nace de la desigualdad, también la diversidad puede generar conflictos entre iguales. Estos forman parte de las relaciones entre individuo y comunidad.
Sin vida alternativa autogestionaria no hay revolución. No propiciar y abordar la autogestión como praxis comunitaria en todas las esferas de la vida o dar marcha atrás cuando se inicia, es adentrarse en la alienación y desperdiciar la vida soportando –más o menos sumisamente– las agresiones que el capitalismo nos inflige. Como acción autónoma de los desposeídos, la revolución (individual y social) es un proceso diario plagado de combates, en el que el final de uno es el preludio del siguiente combate. Este camino de vida autogestionaria es el que provee de contenido a nuestras luchas y aspiraciones revolucionarias. Un camino que al hacer comunidad impide que los individuos se sientan solos y se escondan en su interior, hace que se enfrenten al mundo y lo transformen. Un camino que, como objetivo estratégico, permitirá atraer a masas conscientes de su desposesión y de las miserias que el sistema actual nos causa.
1 Milton Friedman, Capitalismo y libertad
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